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Cuál es el pez que tiñe el mar: una novela de Antonella Saldicco

Cuál es el pez que tiñe el mar: una novela de Antonella Saldicco

Compartimos un fragmento de la novela Cuál es el pez que tiñe el mar, de Antonella Saldicco, publicado por Concreto Editorial en 2021. Antonella Saldicco nació en Estados Unidos en 1986. Transcurrió su adolescencia en Alemania. Es actriz y escritora. En cine protagonizó «El vecino alemán» (2016) y «la muerte no existe y el amor tampoco» (2019). Obtuvo la beca Theatertreffen Forum Berlín y la Beca Nacional Sagai. Cursa la Maestría en Escritura Creativa en la Untref. Cuál es el pez que tiñe el mar es su primera novela. Instagram: @antosaldicco

Kyoto

Llueve hace dos semanas. La ciudad se me presenta como un pueblo de antaño, las casas bajas podrían ser la extensión vertical de la tierra. Todo es marrón, verde y madera. Medieval, a diferencia del paisaje de rascacielos metálicos en la capital. Intento salir a caminar, al menos un par de horas por día. Garúa constante. El viento y el cielo gris ya están empezando a hacer de lo suyo. Mi campo emocional empieza a resquebrajarse: extraño a Juan.

Hice uso de toda la ropa impermeable que traje. La lluvia sigue atravesando los poros más estrechos de la tela. Ayer encontré un tender en la cocina compartida de la casa. Aprovechando que todavía estoy sola, lo traje a mi habitación y colgué la ropa interior que llevaba puesta. En estado de viaje, explorar las cercanías es algo que me resulta necesario. Ir haciéndome una idea de hogar. Sin importar si la permanencia en el lugar es breve o extensa. Reconocer el camino de vuelta. Me niego a quedarme todo el día adentro.

Hasta hace unos días fue fácil, mi memoria fotográfica venía siendo aliada. Aunque todavía no puedo leer ningún cartel, empecé a distinguir mi calle: nace al costado de la autopista rural y sube hacia la casa.

Desde que llegué salgo muy temprano por la mañana. Ayer caminé durante más de cuarenta minutos perdida. Salí por la mañana y atravesé la calle que corre al costado de la autopista, hasta llegar a la estación. El camino hacia el subte me lleva, aproximadamente, veinte minutos a pie. Bajo por la calle de la casa. En la esquina hay un edificio que parece un fuerte. Takashi, el dueño del ryokan y director de la residencia, me contó que es un centro de la Alianza Francesa. Enfrente hay un descampado con una reja muy alta y algunos árboles de cerezo que empiezan a florecer. Durante todo el recorrido, la calle huele a sopa. A caldo de pescado, a cualquier hora. La primavera está comenzando, pero todavía hace mucho frío. En este barrio residencial el vapor de la comida envuelve las casas y sus veredas.

Cuando salí por la mañana aún llovía. Viajé hasta el Museo Nacional y lo recorrí entero. Caminé en busca del almuerzo, sin lograr dar con ningún lugar abierto. Seguí hasta el subte para volver a la casa. Antes de entrar a la estación, vi un supermercado enorme del otro lado de la avenida. Había sentido hambre durante todo el día, un vaivén intermitente de dolor en el estómago. Como una pulsión o el latido de un segundo corazón.

El mercado tenía un cartel con letras azules: “Oasis”. Me distraje en la planta baja con productos que no había visto antes. Heladeras con comida del día, variedad de pescados a la parrilla y bandejas de sushi fresco. En el segundo piso fue donde perdí más tiempo. Las góndolas rebalsaban de chocolates importados. Compré algunas cosas. Afuera llovía. Tomé la misma línea de subte de regreso. Cuando llegué a la estación habitual, el cielo se apagaba. A mis espaldas se delineaban algunas franjas de luz gris, pero hacia mi dirección ya era de noche. Empezó a llover más fuerte y me puse la capucha del buzo. Bordeé la autopista a tientas, ya que en realidad no veía nada. Tuve que detenerme en varias oportunidades para asegurarme de estar caminando sobre la vereda.

En algún punto de la pendiente, hacia la izquierda, se abriría mi calle. Mientras las bolsas de comida se inundaban entre mis dedos, tuve la sensación de haber estado caminando durante mucho tiempo. En las penumbras no podía reconocer nada, la calle seguía subiendo recta frente a mis pasos. Supe que me había perdido cuando llegué a una cima y pude ver las luces de los autos y la pequeña autopista.

Volví derrotada. Encontré mi calle muchísimo más abajo, abriéndose hacia la derecha en el medio de una oscuridad total. Un espejismo. Me sentí lejos de Buenos Aires como pocas veces. También me arrepentí de no haber contratado el servicio de internet portátil. Podría haber hecho uso de un traductor en el celular que descifrara en segundos los ideogramas ilegibles o mi lugar en el mapa. Lo extraño de Japón es que todos los sentidos quedan estimulados a la vez, pero sin ninguna referencia previa. Un país marciano.

Hace tres días que no salgo a la calle, la lluvia es constante y ya no tengo ropa seca. Decidí venir antes del comienzo de la residencia para aclimatarme, si es que de algo sirve. Casi todo el día lo paso en mi habitación.

Uno de los beneficios de haber sido la primera becaria en llegar es que recibí una habitación muy amplia. Puede que sea más grande que el monoambiente en el que viví varios años en Buenos Aires, en el límite entre Recoleta y Facultad de Medicina. Nunca supe con exactitud qué barrio me correspondía. Cada vez que indicaba la numeración de la calle Junín, el mar de dudas se hacía más amplio. Le tuve cariño a ese departamento. El hombre que me lo mostró había organizado una agenda muy apretada entre cada visita. Cuando llegué me dijo, sin saludarme, que el departamento tenía muchos interesados y que mi demora entorpecía. Que de querer alquilarlo debería hacer una reserva en efectivo apenas termináramos el recorrido, que las dudas que tuviera me las podría responder recién en la inmobiliaria. Ya venía visitando otros departamentos hacía algunas semanas y ninguno de los que me interesaban se me daba. Siempre había alguien más preparado: con el efectivo de la reserva en mano o con una puntualidad más fina.

Mientras el hombre de la inmobiliaria abría las puertas del hall racionalista, temí haber perdido de nuevo otra posibilidad de hogar. Subimos al quinto piso. En el pasillo había olor a basura. Tuve que taparme la nariz mientras, en la oscuridad, el hombre destrababa la puerta. La luz estaba dentro del departamento. Todas las paredes, incluso las de la cocina, estaban revestidas con un empapelado inmundo, que en la década del sesenta seguramente lo embellecía. La trama y el color eran indecibles, aunque acercándose se podía intuir el relieve de unas flores minúsculas y marchitas. Además tenían una capa amarillenta de nicotina que cubría el papel. La señora que lo habitó debía ser una fumadora empedernida. La imaginé sentada operando su cotidianidad con un cigarrillo marca Virginia. Regando las plantas del balcón. Calentando la porción de tarta de la noche anterior, mirando el televisor. Siempre con el palillo de tabaco entre los dedos arrugados y los anillos. Como un sexto dedo o la extensión en llamas de su propia mano.

El departamento era puro abandono, pero vi su potencial. En la mitad, un mueble sesentoso, y también amarillento, dividía lo que sería mi futuro living de la habitación. Caminamos unas cuadras con el empleado de la inmobiliaria hasta la avenida Santa Fe. Retiré ocho mil pesos de un cajero, creo que en la cuenta solo me quedaron mil. Después fuimos a la inmobiliaria. Mientras firmábamos los papeles, el hombre me dijo que el departamento no tenía gas, que el edificio completo no tenía, una vecina había denunciado una pérdida. Ese fue el principio de varios desperfectos en mi hogar, pero no me importó, esa tarde yo sentía que ganaba. Junín sería mi casa durante los próximos dos años, había alquilado a tiempo. Pinté las paredes de un color que hacía que todos los colores de los objetos dentro de la casa resaltaran. Arreglé persianas, caños, cueritos, zócalos y lámparas. A una casa también se le puede dar amor.

Antes de dejar el departamento e irme a vivir con Juan, nos acostamos en el colchón sin sábanas para pasar la última noche en Junín y esperar al camión de mudanzas, que llegaría temprano por la mañana. Estábamos abrazados en las penumbras entre cajas cuando uno de los enchufes de la cocina disparó fuego. Ese fue el fin. Ya venían sucediendo cosas de ese orden. Una semana antes el departamento de arriba se había inundado mientras mis exvecinos estaban de viaje. El agua se filtró y cayó arriba de mi cama a través de la toma de luz del techo. La casa me expulsaba, o me empujaba para que diera el próximo paso.

Junín tenía un balcón pequeño que daba a la calle y en el cual cuidé varias plantas, ese espacio era el exterior de mi monoambiente. Ahora, acá en el ryokan, ambas ventanas espejan un jardín que, por momentos, está tan presente que no podría decir con certeza si es adentro o afuera. Alrededor del jardín zen están dispuestas el resto de las habitaciones. En la mía hay una sala con una mesa baja y un calefactor escondido en el que se pueden hundir y calentar las piernas, kotatsu. El dormitorio está del lado izquierdo separado por puertas corredizas de madera y papel de arroz. El piso es de tatami, encima un futón azul oscuro. Parece el disfraz de una oruga, pero es mi cama.

En el estar de llegada al ryokan me espera todas las mañanas un ejército de paraguas dentro de una canasta de mimbre. Siempre elijo el mismo. Es amarillo pastel y resistente. Un objeto aniñado que, por puro contraste, le da vida a esta casa. En Buenos Aires nunca tuve un paraguas así. Con la excusa de dejarlos olvidados a donde voy, empecé a comprar los negros chiquitos, de fabricación china y pésima calidad. Los zapatos quedan en hilera, en el limbo entre la calle y la casa, adentro destrozarían el tatami. En otra hilera están dispuestas las pantuflas de los becarios que llegarán en unos días. Leo algunos de los nombres, pero no encuentro ninguno que pueda ser latinoamericano. También hay un altar budista con muchos objetos pequeños, un butsudan.

La humedad flota como un fantasma entre las edificaciones de las casas bajas que construyen esta ciudad-pueblo. Toda piedra, pared, está cubierta por una capa de moho verde. La lluvia alimenta pequeños brotes de vida. Incluso, dentro del ryokan, nada parece completamente seco. El agua, en todos sus estados, es un huésped más de la casa. Ayer caminé tanto que, por inercia, almorcé de pie. Bajo el paraguas, bajo la lluvia. Me obsesioné con unas galletitas de arroz crocante y sésamo negro bañadas en salsa de soja. Como, por lo menos, cuatro por día. De todos modos, intuyo que estos atracones solo pueden devenir pronto en un asqueo absoluto. Sospecho que un día, no dentro de mucho, no voy a poder comerlas más ni tolerar su olor, su forma, su color. Así con todo. Mientras terminaba de engullir las migas que quedaron en el paquete de plástico, mientras mis dedos se estiraban para alcanzar las últimas semillas opacas, me pregunté si en el fondo soy el tipo de persona que no logra lidiar con la realidad del compromiso una vez que las cosas funcionan con constancia.

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